Bajo el altiplano.


Ilin despierta y saluda a Diosito. Se contempla en el pequeño espejo que pende de la pared: su piel es ocre y su cabello negro y lacio. Se peina, dibuja una raya al medio y se construye dos largas trenzas. El tren pasa haciendo ruido, es que su casa de barro está situada contra la vía. Ilin ahora sale de la vivienda a una especie de patio, en donde se encuentra situada la pileta. Los cerdos han abierto durante la noche las bolsas de basura y ahora la cañada está llena de desperdicios. Pero es que no han sido solo los cerdos.

El sol tímidamente va asomando por la ladera de la montaña. Ilin tiende la ropa, después de haberla fregado con sus manos contra la pileta de hormigón. Ilin se dispone ahora a despertar al pequeño Puriq, lo levanta y lo viste. Le lava su rostro con el agua del patio, lo viste y le ofrece un tazón de leche.

Ilin se apronta para bajar al valle. Se atavía con una larga falda de lana rayada, y le coloca el morral a Koya, su llama. Se ata a Puriq a la espalda, tira de la correa de Koya, y le reza a la Virgencita. Es que Ilin es católica, aunque los conquistadores hayan masacrado a los suyos despojándolos de las ofrendas para sus dioses. Ellos habían aplastado su respeto por la Naturaleza y demolido sus edificaciones, que siempre habían acompañado a las formaciones rocosas. Habían robado todos los metales preciosos de las paredes de esos templos, completamente cubiertas de oro y de plata después de haberse enceguecido por varios días; para así imponer sus iglesias y aplastar para siempre los lugares sagrados de los incas. La Virgencita tiene el cuerpo en forma de ícono y sobre sus ropas hay una luna.

Ilin, Puriq y Koya van bajando ahora a pie por la montaña. Aunque Ilin tiene las plantas de los pies curtidas, a veces las piedras del camino le juegan una mala pasada. Pero lo prefiere, antes que usar sus chancletas. Es que le pesan y le dan calor.

Se cruzan con dos niñas que van atravesando el campo con cargas más pesadas que ellas. Lo hacen a cambio de una ración de torta de papa, y cuando Dios dispone, les toca un trozo de carne hervida. Las niñas hoy se dormirán en la escuela, están muy cansadas.

Ilin ata ahora a Koya a un madero, y deja a Puriq a su lado. Entra después en el taller de lana. Se sienta en el piso de piedra junto a otras mujeres. Abre su pollera en abanico, es su mesa de trabajo. Lava la lana con detergente natural extraído de una planta similar a la rúcula, luego prepara diferentes colores para teñirla; cochinilla para los violetas, eucaliptos para los verdes. Y si agrega sal, obtiene doce colores distintos por cada color original. Posteriormente crea hilos utilizando la rueca y luego, con los distintos hilos arma los telares. La confección de una prenda puede llevarle alrededor de un mes.

Ilin está sentada ahora en el suelo de la plaza del mercado junto con las otras mujeres tras un pequeño escaparate en el cual ofrecen las prendas elaboradas: bufandas, gorros con orejeras, buzos, polleras y mantas. Por las callejas estrechas y empedradas circula un aluvión de turistas. –“¡Oh!, ¡Very nice!” – le dice la rubia de ojos celestes y piel muy blanca a su acompañante señalando un sacón de color azul con rayas rojas. El hombre alto mira a Ilin, y pregunta si puede pagar con euros.

-“¡Señora!, ¡Solo cuesta tres soles!"- dice Puriq a una de las dos japonesas que cruzan en ese momento por el centro de la plaza, mostrándole un pequeño muñequito de madera ataviado con ropa típica. La japonesa mueve la cabeza en forma negativa. –“Entonces, ¿me da un sol?”- insiste Puriq. La japonesa mueve otra vez la cabeza en forma negativa. Las japonesas ahora se alejan y Puriq sigue jugando en la ronda con los otros chiquillos de la plaza.

Ahora Ilin, Puriq y Koya van subiendo a pie por la montaña. Las estrellas iluminan el cielo e Ilin arrastra a Koya. Puriq va durmiendo sobre su lomo. El morral viaja vacío, no hay un sol.

Anna Donner Rybak © 2009

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