Violeta Borocotón


El sol raja el asfalto. Unos pocos adoquines y un pedazo de vía han quedado atrapados. Violeta ha pisado los restos de tranvía, el hierro caliente se hizo sentir en la planta de su pie. Es que Violeta ha cruzado la calle descalza, su hijo está volando de fiebre. Ha llegado al almacén de la esquina y le ha pedido el teléfono a Don Joaquín. –“¡Otra Vez!”-responde su señora, Su Señoría, con tono severo. “Señora Julia; ¡no tengo con quién dejarlo!”

Violeta atraviesa ahora el largo corredor y entra a la pieza. Ramirito está en su cama, es la del medio, entre la de Violeta y la de su compañera de cuarto. Ramirito tiene sed; la habitación ha sido tomada por un vaho irrespirable; hoy ni siquiera corre la más breve brisa. Violeta sale al corredor y enjuaga uno de sus cuatro vasos en la pileta del fondo.

Ramirito tiene el pelo muy rizado; Violeta también. Su cuerpo esbelto, sus carnes firmes, sus caderas cadenciosas y sus labios carnosos despiertan la envidia de esas caucásicas de Carrasco. -“No se puede negar que las negras tienen unos cuerpos…”

El calor ya es agobiante en la pieza del corredor de algún número de alguna puerta de la calle Isla de Flores casi Santiago de Chile. El papá de Ramirito se había evaporado una semana después de haber sido notificado por la existencia del embrión. Es verano y es la hora de la siesta.-“¡Bo-ro-co-tón!- dice una lonja de la cuadra aledaña.

Violeta toca la frente de Ramirito y la halla muy caliente. Abre la puerta del destartalado armario y saca un pañuelo multicolor. Sale, y lo moja en la pileta del fondo. Lo escurre, vuelve y lo coloca sobre la maraña de cabello de su hijo. Ramirito la mira, y trata de sonreír.

Violeta saca ahora del armario un pequeño costurero. Enhebra una aguja, y toma la más brillante de la bolsita de lentejuelas. La biquini tiene ya algunas puestas, y el traje deberá estar listo en pocos días.

Violeta cree que esta tarde va poder adelantar la tarea. La Abuela Azucena, le sonreiría con beneplácito. En cambio, la Señora Julia le sonreiría con ironía. Si la viera, pero no la ve. La Señora Julia, pensaría que este es un traje vulgar. Pero, ¿qué importa lo que la Señora Julia piensa? A la Abuela Azucena, sí, le importaría.

La Abuela Azucena, la del cuerpo doblado por el látigo del Abuelo de la Señora Julia. La del cuerpo cansado de lavar ropa. La del cuerpo que trabajó a la fuerza sin un peso a cambio. La del cuerpo esclavo del yugo de la jornada.

Sin embargo el domingo, ese cuerpo se meció placentero, al ritmo del candombe.

El Abuelo de la Señora Julia se burló entonces de su sirvienta, de su lavandera, de su recolectora de basura, de su portera. ¡Es que ella quería vestir elegante pero su ropa era de segunda porque él mismo se la había regalado! ¡O prestado! Quien sabe.

Un día a la Abuela Azucena se le hicieron insoportables las carcajadas del Abuelo de la Señora Julia; cuánto él insistía en mofarse de su pobreza. Pobres Negros Orientales. -“¡Bo-ro-co-tón!” Acompañados nada más que por sus tambores, ¿conseguiría Momo que estuvieran mezclados negros y blancos? La Abuela Azucena dejó de danzar, se quitó la falda voluminosa de enaguas, y su pañuelo multicolor.

Violeta, cuerda de féminas tamborileras, va desfilando radiante, en su traje de lentejuelas. Baila con su corona de plumas, sus tacones bien altos y su piel ébano vestida de aceite dorado.

-“¡Bo-ro-co-tón!”- dicen los tambores formados en cuerpos de a diez, veinte, cincuenta; el sonido es atronador.

Anna Donner RyBak © 2009

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